«Todas las
chicas saben que hay días de tacón alto y días de zapato plano. Bien pensado,
podría ser una metáfora de la vida. Hagamos que hoy sea un día de tacón alto,
¿vale?».
DE COLOR rojo sirena y peligrosamente
altos, eran los zapatos de tacón más sensuales que Joseph Jonas había visto en
su vida. Los vio desaparecer escaleras arriba maldiciendo en silencio la
cantidad de tiempo que tardaban en cerrarse las puertas del ascensor.
Quería conocer a la mujer que llevaba
los zapatos.
Pulsó el botón hasta que se produjo una
sacudida hacia arriba e intentó jugar al pilla–pilla en el ascensor más lento
jamás inventado. Después del primero de sus tres viajes interminablemente
lentos, había decidido que las escaleras serían su principal modo de subir en
el futuro. Pero antes tenía que llevar todas sus pertenencias al quinto piso.
Vio una mancha roja por el rabillo del
ojo y miró con más atención para valorar cada detalle. Unas estrechas correas
rodeaban unos tobillos finos y el ángulo de los pequeños pies daba forma
suficiente a las pantorrillas como para recordarle que necesitaba unas
vacaciones. Si ella vivía en el mismo bloque de apartamentos al que se mudaba
él, sería una complicación no deseada. Pero a juzgar por el efecto que
producían los zapatos en su libido, suponía que valía la pena. Por algo se
había ganado el apodo de Joe Peligros.
El ascensor se detuvo inesperadamente y
una mujer mayor con un perrito en los brazos hizo una mueca al ver las cajas
amontonadas alrededor de él.
–¿Baja?
–Subo –respondió Joseph cortante. Se
echó hacia delante y pulsó el botón con el codo.
«No desaparezcas, muñeca».
La subida de adrenalina que producía la
persecución siempre le había gustado… y también el tipo de mujer que podía
llevar una falda tan corta que le hacía reprimir un gemido al verla. La falda
de estilo animadora le abrazaba las curvas de las caderas y se perdía en una
cintura estrecha. Joseph miró la mano de huesos finos que sostenía las asas de
bolsas que llevaban impresos nombres que no le decían nada y sonrió al no ver
nada en el dedo anular. En el piso anterior al suyo, ella se detuvo a hablar
con alguien en el pasillo. Para su frustración, eso implicaba que no pudo verle
la cara cuando pasó el ascensor. En lugar de ello, se quedó con una imagen de
un largo pelo moreno y rizado y el sonido de una cristalina risa femenina.
Cuando se detuvo de nuevo el ascensor,
hizo lo que había hecho en sus viajes anteriores y empujó una caja con el pie
hacia la apertura. Al momento siguiente sonaron pasos en la escalera. Joseph se
volvió y alzó la vista hasta mirar unos grandes ojos oscuros. Los ojos se
achicaron y él dejó de sonreír.
–Demetria –dijo con sequedad.
–Joseph –repuso ella. Inclinó la cabeza
a un lado y enarcó una ceja–. ¿No se te ha ocurrido pensar que quizá alguien
más quiera usar el ascensor hoy?
–Las escaleras son un buen ejercicio
cardiovascular.
–Supongo que eso es un «no».
–¿Te estás ofreciendo a ayudarme a
mudarme? Es muy amable por tu parte –él le pasó la caja que llevaba en los
brazos y la soltó antes de que ella tuviera ocasión de rehusar.
La caja cayó al suelo entre los dos y se
oyó un ruido de cristales rotos.
–¡Vaya! –ella parpadeó.
Joseph la miró con rabia. Que hubiera
hecho cambios interesantes en su guardarropa mientras él estaba en ultramar no
la hacía menos irritante de lo que lo había sido los últimos cinco años y
medio.
–¿No hay una pancarta de bienvenido a
casa? –preguntó.
–¿Eso no sugeriría que me alegro de que
estés aquí?
–Si tienes algún problema con que esté
aquí, deberías haberlo dicho cuando presenté mi solicitud al Comité de
Residentes del bloque.
–¿Y qué te hace pensar que no lo hice?
–Creo que fueron las palabras «decisión
unánime» –él se encogió de hombros–. ¿Qué quieres que te diga? A la gente le
gusta que viva un policía en su edificio; hace que se sienta segura.
Ella sonrió con dulzura.
–La mujer mayor a la que has mosqueado
dos pisos más abajo es la presidenta del Comité de Residentes. Te doy una
semana antes de que empiece a hacer circular una petición para expulsarte.
Joseph respiró hondo. Nunca había
conocido a otra mujer que produjera el mismo efecto en sus nervios que unas
uñas arañando una pizarra.
–¿Sabes cuál es tu mayor problema,
muñeca?
–No me llames muñeca.
–Que subestimas mi habilidad para ser
adorable cuando me lo propongo. Puedo conseguir que la señora del caniche me
haga galletas de chocolate antes de cuarenta y ocho horas.
–Bichon.
–¿Qué?
–El perro. Es un bichon frise.
–¿Tiene nombre?
–Gershwin –ella alzó los ojos al cielo
al darse cuenta de lo que hacía–. Y me temo que ya he cubierto mi cuota de
ayuda para todo el día.
Él se inclinó, alzó la caja y la
sacudió.
–Me debes media docena de vasos.
–Demándame –contestó ella.
Se volvió y él la siguió con la vista
pasillo abajo hasta que se recordó a quién estaba mirando. Se trataba de Demetria Lovato. Y si fuera la última mujer que quedara en el estado de Nueva York, él
haría voto de castidad antes que enrollarse con ella. Hasta tenía una lista de
razones para no hacerlo.
Ella metió la mano en el bolso y se
volvió a mirarlo en la puerta de su apartamento.
–Supongo que no piensas aparecer el
domingo a comer, ¿verdad? Tu madre te lo agradecería.
Esa, la relación de ella con su familia,
era la número seis en la lista de razones de él. La miró a los ojos.
–¿Estarás tú allí?
–No falto nunca.
–Pues salúdalos de mi parte.
–¿Estás diciendo que no vas porque estoy
yo?
–No te des tanta importancia –él se
acomodó la caja en un brazo y buscó la llave en el bolsillo con la otra mano–.
Si organizara mi vida pensando en ti, no me mudaría a un apartamento enfrente
del tuyo. Pero quiero que sepas una cosa –hizo una pausa efectista–. Te mudarás
tú antes que yo.
–Tú nunca has estado más de seis meses
en el mismo sitio –repuso ella–. Y ese tiempo solo porque te había enviado el
ejército.
–La Marina –corrigió él–. Y si hay algo
que no debes olvidar de los marines, es que nunca cedemos terreno.
–Yo llevo más de cuatro años viviendo
aquí. No iré a ninguna parte.
–Entonces supongo que nos vamos a ver
mucho.
Aquello era algo sin lo que él habría
preferido vivir. Aunque no pensaba decírselo, ella era la razón principal por
la que había dudado si tomar aquel apartamento. Ella era una espía que podía
informar al resto del clan Jonas en las conversaciones semanales mientras
tomaban el asado o la tarta de queso. Y por lo que a Joseph respectaba, si su
familia quería saber cómo le iba, podía preguntárselo a él. Cuando lo hicieran,
les daría la misma respuesta que les había dado en los últimos ocho años. Con
algún añadido más reciente para despistar.
«Estoy bien, gracias. Claro, es un
placer volver a casa. No, no he tenido ningún problema volviendo a mi unidad.
Sí, si me llamaran de nuevo en la reserva, volvería a ir».
No necesitaban saber nada más.
–¿Sabes cuál es tu problema, Joseph?
–preguntó ella–. Crees que me molesta que estés aquí cuando la verdad es que me
importa un bledo dónde estés, lo que hagas ni con quién lo hagas.
–¿De verdad?
–Sí. No soy una de esas mujeres a las
que puedes hacer babear con una sonrisa. Espero que tu ego pueda soportarlo.
–Cuidado, Demi, podría tomarme eso como
un desafío.
Ella soltó una carcajada.
–No sabía que tenías sentido del humor
–comentó.