Vale, si le inyectaran suero de la verdad,
seguramente admitiría que había razones comprensibles por las que las mujeres
perdían los papeles cuando él les sonreía. Tenía unos ojos de un azul intenso,
pelo rubio oscuro y un asomo de barba en la fuerte mandíbula. Si se añadía a
eso un cuerpo alto y musculoso, probablemente no habría una sola chica soltera
en Manhattan que no estuviera dispuesta a darle su teléfono.
Aunque ninguna de ellas había conseguido
mantener su interés por mucho tiempo.
–Pues ya puedes dejarlo, estoy bien. ¿No
tienes que planear tu boda? Dije que lo haría, ¿no? –él miró en dirección a Demi–.
Te llamará ella ahora.
Antes de que colgara, Demi había cruzado
el apartamento y sostenía la puerta abierta con una sonrisa. Pero en lugar de
seguir la indirecta, la mano grande de él cerró la puerta y dejó la palma
apoyada en la madera al lado de la cabeza de ella.
–Es obvio que tenemos que hablar
–declaró.
Demi apretó los dientes. Perdía
rápidamente la paciencia. Contemplaba la posibilidad de clavarle su tacón de
aguja en una de las botas cuando él añadió:
–Puede que a otras personas no les
importe que metas tu bonita nariz en sus asuntos, pero a mí sí.
–Prueba a contestar el teléfono y no
tendré que hacerlo –ella enarcó las cejas–. ¿Tanto te cuesta entender que tu
familia pueda pensar que tienes impulsos suicidas?
–No tengo impulsos suicidas.
–¿Y desatar tu arnés es el procedimiento
estándar?
–Súbete a la silla.
Ella vaciló.
–¿Qué?
–Ya me has oído.
Demi no se movió y él le rodeó la muñeca
con el pulgar y el índice. El golpe de calor que subió rápidamente por el brazo
de ella le hizo bajar la barbilla mientras él tiraba de ella por la estancia.
¿Ahora la tocaba? Él no la tocaba nunca. Más bien ella había tenido la
sensación de que hubiera una zona de cuarentena a su alrededor.
–¿Qué crees que estás haciendo?
–preguntó.
–Montando una demostración.
Ella abrió mucho los ojos cuando él le
soltó la muñeca, le puso las manos en la cintura y la subió a un sillón.
–Pero ¿qué haces? ¡No te subas a mis
muebles!
Él separó los pies encima de los cojines
del sofá y probó los muelles con un par de saltitos antes de decir:
–Salta.
–¿Qué?
–Salta.
Demi ya estaba harta. No tenía ni el más
mínimo interés en jugar con él. ¿Acaso creía que tenía cinco años?
Pero cuando intentó bajarse del sillón,
un brazo largo le rodeó la cintura y se vio lanzada por el aire. Cuando quiso
darse cuenta, chocó contra una pared de calor y dio un respingo. Alzó la
barbilla y lo miró a los ojos con las puntas de sus narices casi tocándose.
¿Qué demonios hacía?
–¿Ves? –musitó él–. Es cuestión de
equilibrio.
De pronto, la mirada intensa de él
observaba su rostro de un modo que sugería que no la había mirado nunca. Pero
lo más desconcertante era la sensación… como si no hubiera ninguna parte en la
que no se tocaran. La sensación de sus pechos aplastados contra el torso de él
hacía que le resultara difícil respirar, pues ese contacto enviaba un ramalazo
erótico a través de su abdomen. ¿Cómo podía sentirse atraída por él cuando le
caía tan mal?
Cuando la bajó lentamente a lo largo de
su cuerpo, Demi no tuvo más remedio que agarrarse a sus hombros hasta que sus
pies tocaron los cojines. Se tambaleó cuando la soltó. Por un momento se sintió
mareada.
–Sabía lo que hacía –él bajó del sofá,
la alzó en vilo y la depositó en el suelo como si no pesara nada.
Demi retrocedió un paso y dejó los
brazos a los costados. Se cruzó de brazos y alzó la barbilla.
–Las huellas de zapatos gigantes que has
dejado en mi sofá compensan de sobra por la media docena de vasos.
–Si no tienes nada mejor que hacer en tu
tiempo libre que hablar con mi familia, prueba a buscarte un hobby.
Ella soltó una tosecita de incredulidad.
–Tengo muchas cosas que hacer en mi
tiempo libre.
–Es obvio que salir con hombres no es
una de ellas.
–¿Qué significa eso exactamente?
–Significa que, aunque quizá había
olvidado por qué sigues soltera todavía, después de una hora empiezo a
recordarlo –él se cruzó de brazos–. ¿Nunca has pensado que ser amable de vez en
cuando puede mejorar tus posibilidades de echar un polvo?
–¿Desde cuándo mi vida sexual es asunto
tuyo?
–Si tuviera que adivinar, diría que
desde que mi relación con mi familia se ha convertido en asunto tuyo.
Demi sonrió con dulzura.
–Procura que la puerta no te dé en el
trasero al salir.
–¿Eso es lo mejor que puedes decir?
–preguntó él, enarcando las cejas–. Es obvio que te falta práctica –asintió con
firmeza–. No temas, pronto volveremos a tenerte lista para el combate.
Demi suspiró pesadamente y avanzó hacia
la puerta. No lo miró, pero por alguna razón, se oyó preguntar antes de que él
saliera:
–¿Nunca te cansas de esto?
¿De dónde había salido aquello?
Joseph se detuvo, volvió la cabeza y le
lanzó una mirada intensa.
–¿Ya te rindes, muñeca?
Ella frunció el ceño.
–No me llames muñeca.
Él no se movió y pareció que el aire se
espesaba entre ellos. ¡Estúpidas hormonas! Ni ella estaba dispuesta a tener una
relación ni él era el hombre que…
–¿Quieres negociar una tregua?
Demi no sabía qué la había impulsado a
hacer la pregunta anterior, ¿y ahora él le preguntaba si quería que fueran
amigos? Reprimió una carcajada.
–¿Te he dado la impresión de que agitara
una bandera blanca? Estoy hablando de ti, no de mí. Pareces cansado, Joseph
–hizo un mohín–. ¿Es por la energía que requiere fingir ante el mundo que eres
un buen tipo?
Los ojos de él se oscurecieron.
–¿Cuestionas mi energía, muñeca?
Se acercó un paso hasta que ella pudo
sentir el calor de su aliento en las mejillas.
–Mala idea –le advirtió él.
Demi tensó la columna vertebral. Tenía
un código de conducta desde la infancia; un código que le costaba romper
incluso con el puñado de personas a las que permitía ocupar un pequeño rincón
de su corazón. Mostrar cualquier señal de debilidad era el principio del fin.
Las máscaras que usaba eran lo que había hecho que sobreviviera a un periodo de
su vida en el que era invisible. Al principio de su carrera, esas máscaras
daban la impresión de que las críticas profesionales no le afectaban. Y ahora,
aunque el corazón le latía de un modo errático, adoptó una máscara de calma.
–¿Tengo que sentirme intimidada por eso?
Él sonrió peligrosamente.
–Sigue retándome y esto se va a poner
interesante muy pronto.
–En serio, eres muy gracioso. Desconocía
esa faceta tuya –ella alzó una mano y le dio una palmadita en el centro del
pecho–. Ahora sé buen chico y acuéstate pronto. No podemos permitir que pierdas
atractivo, ¿verdad? –apoyó la mano en su pecho y lo empujó hacia atrás para
tener espacio para abrir la puerta–. ¿Cómo vas a convencer a las mujeres tontas
de que eres un buen partido si tienes que hacerlo basándote en tu personalidad?
–Dímelo tú.
Demi apartó la mano del pecho de él, lo
tomó por el brazo y lo empujó para que saliera. Cuando él estuvo en el pasillo
mirándola con un asomo de sonrisa, ella apoyó el hombro en el dintel de la
puerta y alzó la barbilla. Achicó los ojos. Daba la sensación de que él supiera
algo que ella ignoraba.
–Admítelo; echabas esto de menos –musitó
él.
Ella respiró hondo.
–No.
–Sin mí, no hay nadie por aquí que te
enmiende la plana.
–Dices eso como si me conocieras –ella
negó con la cabeza–. No me conoces, Joseph. Te da miedo conocerme.
–¿De verdad?
–Sí, de verdad, porque si me conocieras,
tendrías que admitir que te has equivocado conmigo y los dos sabemos que no te
gusta admitir que te equivocas en nada –ella miró a ambos lados del pasillo y
bajó la voz–. Peor todavía, podrías descubrir que te gusto. Y eso no puedes
permitirlo, ¿verdad?
Él bajó también la voz.
–No creo que haya ningún peligro de eso.
Demi lo miró a los ojos color miel y se
preguntó de pronto si él recordaba cómo había empezado aquella guerra entre
ellos. Ella no. ¿Por qué resultaba mucho más difícil llevarse bien con él que
con ningún otro miembro de su familia? Todo el mundo llegaba a un punto en el
que intentaba encontrarle sentido a su vida. Ella había aceptado muchas cosas
que no podía cambiar, pero puesto que Joseph era la única persona con la que se
mostraba inmadura, no pudo evitar preguntarse por qué. Al parecer, él no era el
único que necesitaba una buena noche de descanso.
Alzó los ojos al cielo e intentó apartar
aquella debilidad momentánea.
–Piensa lo que quieras o lo que te ayude
a dormir por la noche.
–Yo duermo muy bien –respondió él–. No
te preocupes por mí.
–No lo hago.
–Haznos un favor a los dos y no te metas
en mis asuntos. O puede que empiece yo a meter la nariz en los tuyos.
–Yo no tengo nada que ocultar –mintió
ella–. ¿Y tú?
–No me presiones, muñeca.
Ella se detuvo justo antes de lanzarle
un desafío. Pero no fue solo porque necesitara buscar madurez; había algo más.
Podía sentirlo. Algo más que la frialdad de la mirada de él, que la rigidez de
los hombros o el tono de advertencia de su voz profunda. ¿Qué era?
Joseph frunció el ceño y tensó la mandíbula.
Dio la impresión de que apretaba los dientes, pero antes de que ella tuviera
ocasión de preguntarle si le pasaba algo, se volvió y entró en su casa. Demi
miró la puerta cerrada de su apartamento y movió la cabeza.
El primer día había sido genial.
Estaba deseando que llegara el segundo.