Joseph quizá habría tenido
fuerzas para dejar el tema así si ella no lo hubiera mirado al levantarse. Lo
hizo como si no pudiera evitarlo, con el ceño fruncido revelando su irritación.
Pero esa breve mirada mostró vulnerabilidad suficiente para atravesar a Joseph
como un puñal. Comprendió de pronto lo que había querido de él en la puerta del
supermercado.
Saberlo
le afectó de tal modo que los muros de su resistencia se derrumbaron del todo.
Aunque no podía arrodillarse y pedirle que renunciara a su sueño por un
«quizá», sí había algo que podía hacer.
Se
acercó a ella.
–No
puedo dejarte así.
–No
eres tú el que se va –ella tiró del picaporte de la puerta–. Déjame marchar.
–Cuando
lo sueltes todo –la atrajo hacia sí–. Ven aquí.
Tendió
el brazo y ella se lo golpeó.
–Eso
es. Pégame si es lo que quieres. Puedo aceptarlo.
–¿Por
qué haces esto? –ella le empujó el pecho–. ¿Por qué no puedes dejarme en paz?
Te odio.
–Lo
sé.
Ella
apretó los puños, bajó la cabeza y empujó todo su peso contra él.
–¡Y
yo no lloro nunca!
–Es
el shock de anoche –razonó él. La abrazó.
–¡Suéltame!
–le suplicó ella.
–No
puedo, muñeca. Antes tienes que dejarlo salir.
En
algún momento, las manos de ella agarraron la camiseta de él. Ya no lo
empujaba, sino que se agarraba con fuerza y se apoyaba en él. Se parecía tanto
a lo que él quería que hiciera ella el resto de sus vidas que Joseph estuvo
peligrosamente cerca de confesar lo que sentía con palabras que se formaban en
su pecho y no en su mente.
–Te
tengo –gruñó.
El
primer sollozo de ella le partió el corazón. La abrazó con más fuerza y la
mantuvo cerca con su dolor reverberando en el cuerpo de él. Ella solo
necesitaba desahogarse y después estaría bien. Volvería a descubrir la alegría
que encontraba en la vida y en Francia viviría su sueño y él sabría que era
feliz.
La
abrazó y permaneció en silencio y firme, haciendo guardia para que el mundo
nunca supiera que había tenido un momento de debilidad. Sería su secreto y él
se lo llevaría a la tumba.
–Dime
que me quede –susurró ella.
–No
puedo –susurró también él.
Si
quisiera quedarse, él no tendría que decírselo. Era una luchadora, una mujer
intrépida ante la adversidad. Por eso él no le convenía.
Demi
fue recuperando el control poco a poco.
–Ya
estoy bien –dijo contra el pecho de él. Se secó las mejillas–. Necesito un
pañuelo, pero aparte de eso…
–Puedes
usar mi camiseta.
Ella
sonrió.
–Cállate.
Cuando
lo miró, él supo que estaría bien sin él. Probablemente mejor que él. Bajó la
cabeza y la besó con lentitud, con un beso destinado a demostrarle lo que
sentía puesto que no podía decirlo con palabras.
Cuando
sus labios se separaron, ella le pasó una mano por la barbilla y él la miró a
los ojos.
–Vete
a vivir tu sueño, muñeca.
–Y
tú intenta librarte de algunos de los tuyos –repuso ella con una sonrisa
trémula.
–Lo
haré –prometió él.
Ella
se apartó y Joseph permaneció donde estaba, incapaz de verla marcharse.
+~*+~*+~*+~*+~*
«Una mejor amiga es alguien que te dice que
sí, esos vaqueros te hacen el trasero gordo. Aunque nos cueste admitirlo, a
veces todos necesitamos una intromisión».
IR
A la comida del domingo de los Jonas quizá no fuera la mejor idea que había
tenido en su vida, teniendo en cuenta que su máscara de que estaba bien y
deseando llegar a París empezaba a resquebrajarse.
No
había vuelto a ver a Joe desde la última noche y lo echaba mucho de menos.
–¿Quién
quiere tarta de queso? –preguntó la madre.
Como
la reunión tradicional de los domingos se había convertido en una fiesta de
despedida para ella, Demi sonrió como pudo y dijo:
–Yo,
por favor.
Se
volvió a pasar el montón de platos de postre a Selena y vio que su amiga estaba
muy quieta.
–¿Estás
bien?
–Perdóname
–dijo Selena al tomar los platos.
–¿Por
qué?
Oyó
que se cerraba una puerta y después una voz profunda.
–Ya
sé que llego tarde, pero no es culpa mía. He tenido que hacer la mitad del
turno de Eddie porque su esposa se ha puesto de parto.
Demi
contuvo el aliento. No estaba preparada para aquello. No podía sentarse
enfrente de él y fingir que estaba bien.
–Tu
plato está en el horno –dijo la madre–. Está caliente, usa un paño.
Demi
tenía la vista clavada en la mesa y sentía las mejillas ardiendo. Cuando vio
aparecer la cintura de él, estaba casi segura de que tenía un ataque de pánico.
–¿Niño
o niña? –preguntó la madre.
–Todavía
no lo sé –él se sentó–. Bueno, ¿cuál es esa emergencia familiar que tenía que…?
Se
interrumpió y la estancia se quedó en silencio. Demi seguía mirando la mesa con
el corazón latiéndole con fuerza. Aquello no estaba pasando y ella no iba a
llorar.
–¿Demi?
La
joven miró a la izquierda, donde esperaba la tarta de queso. No podía comer
nada; se atragantaría.
–Creo
que no… –apretó los labios y respiró por la nariz. Miró a la madre de Joe–.
Todavía no he hecho el equipaje… el blog… –sonrió–. Tengo que… –asintió. Apartó
la silla, se incorporó y se agachó a besar una mejilla–. Gracias por la comida.
Salió
corriendo, tomó su abrigo del perchero y se marchó. Después de aquello, tendría
que vivir en Francia el resto de su vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario