–Creo que no… –apretó los labios
y respiró por la nariz. Miró a la madre de Joe–. Todavía no he hecho el
equipaje… el blog… –sonrió–. Tengo que… –asintió. Apartó la silla, se incorporó
y se agachó a besar una mejilla–. Gracias por la comida.
Salió
corriendo, tomó su abrigo del perchero y se marchó. Después de aquello, tendría
que vivir en Francia el resto de su vida.
Echó
a correr hacia la verja. Por primera vez desde que la dejara marchar, estaba
furiosa con él. ¿Por qué no podía haber dejado las cosas como estaban antes?
–¿Por
qué no estás en París?
Ella
se volvió al oír su voz.
–¿Tú
sabías que estaría aquí?
–¿Tenía
pinta de saberlo? –replicó él.
–No
lo sé. No he podido mirarte.
Él
frunció el ceño. Parecía tan enfadado como ella.
–Resulta
irónico, teniendo en cuenta que yo no podía apartar la vista de ti.
Demi
miró la casa, donde vio moverse una cortina.
–¿Nos
han tendido una emboscada?
–Creía
que conocías a mi familia –repuso él con sequedad–. ¿No sabías que son unos
entrometidos?
–Supongo
que ignoran que este es un problema sin solución –replicó ella, cortante–.
Puesto que dejaste claro que lo era, entra ahí y explícales por qué.
Joseph
achicó los ojos.
–¿Qué
fue de lo de que no te harías pasar por una víctima seducida?
–Si
quieres decirles que te seduje yo, adelante, pero si piensas que voy a dejar
que me miren como a una patética mujer con el corazón roto que ha sido tan
estúpida como para enamo… –ella se llevó una mano a la boca y abrió mucho los
ojos horrorizada.
Joseph
dio un paso hacia ella.
–¿Quieres
terminar esa frase?
Demi
dejó caer el brazo al costado y lo miró de hito en hito.
–Ya
puedes esperar sentado. Y no creas que no he adivinado otra de tus mentiras,
Joseph Jonas. Sí tenías un problema con que yo viniera aquí los domingos. En
cuanto has creído que me había ido, has vuelto a esa silla.
Él
apretó los dientes y la miró a los ojos.
–¿Quieres
saber el problema? Durante cinco años y medio fuiste peor que un grano en el
trasero. Había veces en las que deseaba que te atropellara un taxi o te cayera
un piano encima. Luego empezaste a vestirte como el ideal de todos los hombres,
un cruce entre una bibliotecaria y una bailarina de striptease.
Ella
dio un respingo.
–¡Yo
jamás he vestido así!
Joseph
dio otro paso hacia ella.
–Tú
me vuelves más loco que ninguna otra mujer que haya conocido. Eres tan
independiente y tan segura de ti misma que a un hombre le resulta imposible
saber dónde puede encajar en tu vida.
Ella
puso los brazos en jarras.
–Podías
probar a no dejar que me fuera. Es mucho más fácil encajar en la vida de otro
si ambos están en el mismo continente.
–Dijiste
que era tu sueño.
–Los
sueños cambian.
–Lo
sé.
Ella
vaciló.
–¿Me
estás diciendo que se han ido?
–Oh,
seguro que volverán. Pero son menos frecuentes cuando tengo un problema mayor
con el que luchar.
–Pues
nada, no hables tampoco de eso si no quieres.
–Estoy
intentando decirte que te amo ¿y tú prefieres seguir peleando conmigo? –él
movió la cabeza y cruzó los brazos–. ¿Qué quieres saber? La primera pesadilla
fue cuando mi padre tuvo un infarto y no pude reanimarlo.
–Tú
no estabas allí cuando murió –Demi frunció el ceño–. Selena dijo que estaba
solo.
–Sí
–asintió Joseph–. Murió un par de horas después de que yo me fuera. Llegué a
casa de permiso para decirle que me iba a quedar en los marines y él me recordó
que había dado su consentimiento con la promesa de que volvería y entraría en
el negocio familiar. No me dijo que me quería aquí porque estaba enfermo, pero
después de que se pasara una hora gritándome, le di las gracias por su apoyo a
lo largo de los años y me marché.
Ella
frunció el ceño.
–¿Y
por eso tienes la culpa de su muerte?
Joseph
apretó los labios y hundió los hombros.
–Si
necesitas más, ahí va. La siguiente fue Selena. Yo estaba en la comisaría la
noche que entró ella cubierta de sangre. Pensé que la sangre era suya; ella no
me dejó acercarme, dijo que era una prueba. Los Jonas cuidamos unos de otros.
Mi padre cuidaba de Johnnie, este de Nicolas y así sucesivamente, hasta que
llegó mi turno con Selena. Pensé que era fuerte, que sabía dónde se metía y no
necesitaba mi ayuda. Me equivoqué.
Demi
sabía más de los sucesos de aquella noche que él.
–Eso
no fue culpa tuya, igual que la muerte de Aiden no fue culpa de Selena.
Joseph
la ignoró.
–Una
noche gritaba algo de cinco. Eran los centímetros que me faltaban para aplicar
presión en una arteria. El hombre murió.
Demi
miró la mano que él se había arañado en una pared.
–Son
personas que has perdido o estado a punto de perder. Te torturas aunque sabes
que no tienes la culpa.
–Mi
trabajo es salvar vidas… estar allí cuando la gente me necesita. Y por mucho
que lo intento, no dejo de meter la pata.
Demi
lo miró a los ojos.
–A
mí me ayudaste –comentó–. ¿Eso no cuenta? Nunca he tenido tanto miedo como
aquella noche. Intenté encontrar las palabras para decírtelo, pero no pude. Si
hubieras muerto salvándome, si te hubiera perdido…
Lo
miró y parpadeó.
–Espera
un momento. ¿Qué has dicho antes? –un chispazo de esperanza hizo que le diera
un vuelco el corazón–. ¿Has dicho que estás enamorado de mí?
–Empezaba
a preguntarme si lo habías oído.
–Si
estás enamorado de mí, ¿por qué me dejaste marchar, idiota? –entonces lo
comprendió–. ¿Tenías miedo de mí? –se acercó un paso y lo miró a los ojos–. No,
de mí no, de lo que sentías por mí. Pero yo te pregunté si querías decirme algo
y…
Él
cambió el peso de pie.
–No
soy el tipo de hombre que hable mucho de eso. El único modo que tengo de
mostrar lo que siento es…
–Protegiendo
a la gente que quieres y cuidando de ella.
–Sí.
–Las
cosas que te dije que no quería de ti.
–Sí.
–¿Tenías
miedo de decirme que me necesitabas porque pensabas que yo no sentiría lo
mismo?
Él
respiró hondo.
–Siempre
te necesitaré más que tú a mí.
Demi
suspiró. Puso una mano temblorosa en el pecho de él.
–Te
equivocas si crees que no te necesito. Te necesitaba el día que nos conocimos,
pero tenía miedo de admitirlo. Lo que tenemos ahora es un sueño que estaba
entonces tan lejos de mi alcance que me dije que no lo quería.
Él
tomó el rostro de ella entre sus manos.
–¿Soñabas
conmigo después de que discutiéramos la primera vez?
Demi
negó con la cabeza.
–No
nos conocimos entonces.
–¿Qué?
–Tú
crees que nos conocimos el fin de semana del Cuatro de Julio. No. Nos conocimos
dos meses antes.
Joseph
frunció el ceño.
–Me
acordaría.
–O
no. Yo era invisible para casi todo el mundo; aunque, en justicia, en parte era
culpa mía –parpadeó y respiró hondo–. Si te haces invisible, puedes colarte
entre las grietas del sistema. A mí me funcionó mucho tiempo. Pero no te
imaginas cuánto deseas que te vean cuando vives en la calle. La cantidad de
gente que pasa a tu lado sin mirarte a los ojos. Selena fue la primera que me
miró. Y un día apareció allí con su compañero y estaba hablando conmigo cuando
otro coche patrulla aparcó enfrente y saliste tú de él.
Joseph
buscó frenéticamente en su memoria.
–Dime
que te miré –musitó.
–Oh,
hiciste algo mucho peor. Me miraste directamente a los ojos y me sonreíste
–ella parpadeó para contener las lágrimas–. Fue como… si saliera el sol de
detrás de una nube. Cuando te fuiste… –ella carraspeó–. Por un segundo me
habías convertido en una soñadora y te odié por ello. Porque cuando te fuiste y
ya no estaba cegada por tu sonrisa, tuve que volver a la realidad.
Joseph
no había sabido que era posible amar a alguien como la amaba a ella.
–Las
soñadoras no sobrevivían en el mundo en el que vivía yo entonces –explicó
ella–. Tuve que endurecerme y la siguiente vez que me viste ya no tenías
ninguna posibilidad.
Joseph
cerró los ojos un segundo.
–¿Llevabas
un gorro muy tonto? –preguntó.
Demi
parpadeó.
–¿Qué?
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